domingo, 10 de marzo de 2019

Caminos Salvajes



Tan pronto como posaba mi mano en el pomo de aquel polvoriento tugurio, podía escuchar las manos del dueño de la tienda de préstamos frotándose. Era la quinta vez que visitaba ese lugar en un mes, y cada vez mis acompañantes eran artilugios más absurdos y ostentosos. Necesitaba el dinero. Sin embargo, no era una necesidad puramente económica, la mía pertenecía a otro tipo de necesidad: la relacionada con el cuerpo y la mente. Salí de allí con los bolsillos cargados y los brazos libres de antiguallas pertenecientes a esqueletos ya hechos polvo, alegre de camino a mi cita.


Estaban siendo unos años ruinosos para los viajeros, en los cuales pocas monedas eran capaces de sobrevivir la aventura de ir a otra ciudad. Los bandoleros habían sustituido a los lobos, llevando consigo una considerable mejora bélica, ya que portaban grandes trabucos en lugar de colmillos, aunque portaban la misma actitud sanguinaria. Me preparé para el espinoso camino colocándome una alborotadora bolsa de monedas a cada lado del cinturón, con la intención de visitar a un viejo amigo del ejército y con la esperanza de encontrarme a mi salvaje amor. Así pues, monté mi corcel, ya cansado de los años que lo distanciaban de sus días de guerras y gloria e indignado por haber sido relegado a un trabajo tan vulgar.


Conforme me adentraba en el bosque, fui reduciendo el paso para poder estar alerta ante cualquier vecino que intentara, como ya había pasado otras veces, pedirme amablemente mi dinero con un gran metal al cuello. Tal y como esperaba, poco tardó la visita. Un bandolero que me sacaba un poco más de un palmo de altura saltó en mitad del camino a retrasar mi trayecto, saludándome con la boca de su cañón a escasos metros de la cabeza de mi montura.


Yo, que ya era experto en el protocolo de atracos en desventaja armamentística, bajé del caballo con las manos en alto y una expresión tranquila, para que así el susodicho pudiese palpar mis pertenencias mientras me limitaba a intentar mantener una conversación para así evitar fuegos innecesarios por los nervios.


Cuando se acercó y empezó a manosearme en busca de un tercer paquete de monedas, lo encontró, pero lo único en lo que coincidía con los anteriores era en el envoltorio de cuero; el interior estaba más bien repleto de amor, sangre y tensión. Era ella. Habría podido reconocer su dulce sudor aunque éste hubiese estado enterrado en mil malolientes pasteles. Esta vez no había podido disimular tan bien su pecho, el cual tendía a ocultar con un bonito chaleco deshilachado de finas hebras grises. Con el nerviosismo que le inundaba, fruto del encuentro de la bolsa inesperada, un mechón negro y reluciente había aprovechado para deslizarse fuera del pañuelo blanco que cubría su cabeza, como saliendo a saludar. Pero tan pronto como había decidido devolverle el saludo, un apagón sacudió mi cabeza y para cuando desperté, estaba tal y como Dios me puso en este maravilloso mundo, a excepción de mis calzas, las cuales había tenido la decencia (y la poca curiosidad, para decepción mía) de dejarme puestas.


Una vez de vuelta a mi residencia, ignorando todo el dolor que palpitaba en mi cuerpo, y confiando en que el amor es la mejor medicina que hay, decidí volver a vender lo antes posible más baratijas doradas que encontrase en el sótano donde se habían ido acumulando a lo largo de los años las cosas que dejaban de tener un hueco en la moda del momento. Para sorpresa mía, apenas quedaban dos arcones cuyas cerraduras no tardaron en ceder en cuanto amartillé un poco los huecos por donde debían de entrar unas llaves que habían dejado de existir mucho tiempo atrás.


Un horror me recorrió el cuerpo,mucho peor que cualquier paliza que hubiese recibido, cuando abrí las chirriantes bisagras para descubrir que no protegían más que unos papeles enmohecidos. Junté todo mi dolor, el físico y el del orgullo, y decidí que esto tenía que acabar: le declararía mi amor y viviríamos felices atracando a desgraciados que no sabían administrar bien su dinero.


Arrastrando el paso y engullido por la noche llegué a la zona donde residía mi querida ladrona y, como si hubiese estado esperando a una visita, me recibió con un gran garrotazo que me tiró al suelo y me dejó postrado ante ella. Disfrutaba del cobijo de la noche, ya que no portaba el pañuelo que recogía su pelo y ocultaba a la vez su género. Así, de rodillas y temblando, decidí dictarle aquello que había ido recitando durante todo el camino con la esperanza de conquistar aquella tierra inhóspita de su corazón.


El sonido que escuché detrás de mí fue el que le dió sentido a la sonrisa condescendiente que portaba mi oyente. Una mujer, cercana a los dos metros de estatura y de pelo color fuego me miraba fijamente, iluminando la noche con la rabia de sus ojos. Henchida por esa energía que solo te da el ver a alguien robarte aquello que más quieres, me pegó la paliza de mi vida, de la cual solo recuerdo alguna risa que se deslizaba detrás de mi atacante a destiempo de los golpes.


Me desperté en el hospital, con los dedos de ambas manos partidos y con una serie de cardenales que me recorrían el cuerpo en ángulos inimaginables. De esta cruel forma, descubrí cuál había sido mi error: osar declararme sin las manos desbordadas de monedas, ofendiendo a su acompañante.



Y aprendí entonces que para desgracia del pobre y regocijo del rico, pocos corazones se ofrecerían a la palabrería de un truhán como en el que yo me había convertido, ya que mi época de riqueza quedó perdida en mitad de un camino, dejándome varado en el amor y sin un duro con el que pagarme mi larga recuperación.